Maryna Wyskiel
Nos reunimos en el Terminal de Buses de Antofagasta. Silvana, la coordinadora del diplomado, estaba con carpeta en mano revisando la lista de los estudiantes que ya habían llegado o faltaban por llegar, mientras conversaba animosamente con ellos. Miré el grupo y no conocía a nadie, me sentía como la nueva, la recién llegada que no estaba relacionada de ninguna manera con el mundo del arte. La verdad no sabía muy bien qué hacía allí. Mi primera reacción frente a situaciones desconocidas es la timidez, pero en este caso decidí dejarla de lado y entablé conversación con algunas alumnas del diplomado, como Constanza Risi y Daniela Christie. Así me enteré de que la mayoría de ellos, si bien se ubicaban por las clases virtuales en las que habían participado durante el semestre, no se conocían presencialmente. Pensé que era el momento oportuno entonces para integrarme al grupo.
Llegamos el lunes en la tarde al hotel Sol del Desierto, ubicado a un kilómetro de Chiu Chiu. Allí conocimos a Silvia Lisoni, profesora de Historia y Geografía y además dueña del hotel; al astrónomo francés Christian Nitschelm; al fotógrafo porteño Rodrigo Gómez Rovira; al artista lumínico Julio Escobar, oriundo de la Patagonia chilena, y a la bailarina franco-alemana, Sophia Otto. Después se integró Romina Yere, alfarera local.
Lo primero que hicimos fue conocer y recorrer el sitio. Caminé por el sendero de tierra con la emoción y entusiasmo que usualmente tengo al conocer lugares nuevos. El sol iniciaba su descenso para esconderse detrás del horizonte; a lo lejos se veía un volcán, el viento levantaba la tierra al pasar y el aire seco me hacía doler la nariz. El desierto que tanto había extrañado estando lejos se desplegaba extenso frente a mí. Creo que todos en ese momento, en diferentes medidas, nos sentimos conmovidos por la serenidad del paisaje.
La primera tarde nos reunimos en el Observatorio Paniri Caur. Sentados en un gran círculo, nos fuimos presentando uno por uno. Allí me di cuenta de la multiculturalidad y diversidad del grupo. Éramos de distintas edades, algunos de otros países, con diferentes ocupaciones, todos con historias y relatos diversos. Me pareció un momento gratificante, era muy diferente a la homogeneidad de personas a la que estaba acostumbrada, en ambientes más bien “tradicionales”. Lo sentí como un espacio seguro, donde teníamos permitido ser nosotros mismos.
Durante los días de diplomado aprendimos sobre astronomía y cosmovisiones de culturas originarias de la zona, miramos el cielo mucho más seguido de lo que lo hacemos normalmente, observamos a través de un telescopio la luna, constelaciones y planetas, conversamos sobre el espacio y compartimos nuestras reflexiones sobre el lugar del ser humano en la inmensidad del cosmos.
Igualmente, trabajamos nuestras capacidades manuales al hacer recipientes y figuras con arcilla (algunos, como yo, nos dimos cuenta de que no es tan fácil como parece). Fuimos conscientes del espacio a nuestro alrededor e intentamos capturar en fotografías todo aquello que llamase nuestra atención, guiándonos por las indicaciones de Rodrigo, lo que provocó que la cúpula del observatorio terminará repleta de fotos y convertida en galería. Conversamos sobre la luz, como fenómeno físico y también como concepto; reflexionamos sobre con qué asociamos la luminosidad y contamos historias personales. Aprendimos que los conectores tienen género (hembra y macho), cómo usar un cautín, cómo soldar para unir los metales y provocar un circuito eléctrico. Nos sentíamos victoriosos cada vez que lográbamos que nuestra lámpara se iluminará.
Nos reunimos y, sobre todo, nos abrigamos alrededor de la fogata, situación que se repitió casi todos los días. Conversamos, escuchamos y hasta celebramos un cumpleaños. Nos escapamos en los recreos a recorrer el oasis, vimos la plaza, las casas de adobe, acariciamos gatos y perros de la zona, comimos churrascas y tomamos mucho té.
El último día del curso, hicimos “la quema” de nuestras creaciones de arcilla. Cavamos un pozo y allí enterramos nuestras piezas, entre guano, paja y tierra. Algunos estudiantes participaron en un ritual de agradecimiento a la Patahoiri (Madre Tierra): se arrodillaron en un aguayo extendido en el piso, le ofrendaron hojas de coca y vino, y agradecieron mientras el resto del grupo escuchaba. En ese momento reflexioné sobre el reconocimiento y la gratitud que la Tierra merece; pensé en todo lo que nos entrega, y en lo poco que pide a cambio. Comprendí la importancia de valorar lo que tenemos alrededor. Las culturas originarias siempre supieron sobre el valor de la reciprocidad; no siempre recibir, sino también entregar.
El viernes, tal como habíamos ensayado el día anterior, nos juntamos a las 19:00 en el lugar de la fogata. Reunidos en un círculo en medio de la oscuridad, Israel Blanco y otros estudiantes iniciaron agradeciendo la experiencia del diplomado, encendimos nuestros aparatos de luz e iluminamos el lugar. Siguiendo a Israel, nos acercamos al lugar de la quema y gritamos aullidos de vito vito (alegría). Luego, con un audio de fondo creado por Alvaro Pavez, que mezclaba sonidos de agua con narraciones de la profesora Romina, fuimos bailando alrededor de Israel, iluminándolo con nuestras lámparas y mezclándonos unos con otros. Bailamos hasta llegar al observatorio, donde subimos a la cúpula en fila y nos pusimos en un círculo, adoptando una postura solemne. En las paredes de la cúpula estaban pegadas nuestras fotografías de la clase de Rodrigo. Dejamos nuestros aparatos de luz prendidos en el piso en medio del círculo, hicimos un vito vito nuevamente y aplaudimos; de esta manera dimos cierre a los talleres y despedimos el módulo presencial de Microcuradurías.
Durante la última cena en el comedor había un sentimiento de calidez; sentíamos una especie de conexión unos con otros por haber compartido un momento muy intenso y, en cierto grado, también personal. Por otro lado, sabíamos que al día siguiente nuestros caminos se separarían y volveríamos a estar distanciados. Nos reunimos en la fogata una última vez, nos abrigamos alrededor del fuego y miramos el cielo nocturno. Mientras me abrigaba las manos con la fogata, pensé en que iba a extrañar toda esa experiencia, excepto el frío.
A la mañana siguiente, fuimos al lugar de la quema para desenterrar las figuras de cerámica. Casi todos vimos orgullosos que nuestras creaciones habían sobrevivido el proceso. Otras lamentablemente no resistieron y se fragmentaron. Era un riesgo del cual Romina nos había advertido desde el principio del taller. Sin embargo, me atrevería a decir que la mayoría de nosotros volvió con una creación de arcilla de alto valor sentimental, bien envuelta en ropa para protegerla de los golpes.
Más tarde, ya con nuestros bolsos y maletas listos, nos despedimos con abrazos y miradas de gratitud. Pensé en que probablemente no los volvería a ver, ya que no formo parte del diplomado, pero de todos modos estaba profundamente agradecida de haberme encontrado con personas tan únicas. Durante esos días aprendí mucho sobre ellos, y espero que haya sido mutuo. No soy la misma persona que era antes del viaje. Como dijo Rodrigo cuando caminábamos por el pueblo, algo dentro de nosotros había cambiado, y lo llevaríamos donde sea que fuéramos.