Por Dagmara Wyskiel
Pero recuerda,
en realidad, no pasa nada
y no pasará nada hasta el final.
Grzegorz Turnau

Para la edición de SACO denominada Golpe, que conmemoraba los 50 años que transcurrieron desde los acontecimientos del 1973, Catalina Huala creó un montículo de rostros quemados, sin cuerpo ni cráneo, sin identidad, irreconocibles, pero a la vez claramente diferentes unos de otros. La obra resultó más progresiva (de work in progress) de lo esperado, sirviendo de picoteo para gaviotas, perros callejeros y palomas, y a los pescadores artesanales de señuelo. Del voluminoso cerro inicial, al final de la exposición solo quedaron restos. Era inevitable pensar entonces sobre la circularidad de la vida y del alimento.
En el 2025 se llevó a cabo el intercambio entre bienales SACO y Seminaria Sogniterra. Para realizar una intervención a gran escala llegaron en mayo, de Italia a Antofagasta, Carlo De Meo y su curadora Isabela Indolfi. Tres meses después me tocó a mí viajar a Maranola, donde Catalina ya estaba trabajando desde hace unas semanas, realizando negativos de rostros locales con bandas de yeso para hornearlos en un tradicional horno casero para preparar pizzas. Los habitantes, mayormente adultos mayores, respondieron con entusiasmo y ganas de colaborar. La bienal tenía por objetivo traer vida y arte a la pequeña y medieval Maranola, amortiguando el fenómeno global del abandono paulatino de los pueblos rurales por sus comunidades, atraídas por las comodidades y posibilidades laborales de las grandes ciudades.



Unas semanas antes de la inauguración, las fronteras entre la vida laboral, social y personal se fueron difuminando. Primero, porque en un pueblo pequeño todos forman parte de una gran familia y los eventos se organizan y disfrutan entre todos, y segundo, porque el núcleo de origen y fuerza de este proyecto está conformado por la directora, su padre y su hermano, con infaltables amigos y vecinos entregados a la causa. Nos sentimos invitadas a una fiesta italiana que se repite cada dos años, con sus rituales y gastronomía tradicional, incluyendo pizza de papas. Y una que piensa que ya lo ha probado todo.

Desde la bienal Sogninterra surgió la propuesta de ocupar una puerta en el pueblo que se encontraba en desuso. Era uno de los tantos portones de madera que, desde tiempos difíciles de calcular, ya no se abren más. No ofrecen la posibilidad de ingresar o salir, solo dividen el espacio entre el adentro, inaccesible y misterioso, y el caminito de piedra en la zona pública, afuera. Esto obligó a la artista a replantear las tensiones existentes dentro de su instalación para el espacio público. Al poner las máscaras una sobre otra contra la puerta, aumentaba la energía tanto física como simbólica de la obra. Desde una puerta clausurada, una barrera innegociable, surgió una ola de rostros deformados que sugerían lograr, gracias a la fuerza de su masa conjunta, traspasar el umbral y salir. La obra de esta forma, como lava, se tomaba la vereda, se expandía hacia el antiguo camino de piedras como una metáfora sobre la verdad, que si bien a veces es callada, encerrada o censurada por el poder, siempre al final encuentra la manera de fluir, sea por las grandes alamedas, o por los estrechos pasajes.

El día después de la inauguración empezó a llover. Al principio suave, pero luego se fue intensificando. Tapamos las máscaras con un plástico grande, parecía un gigante de mil rostros durmiendo placenteramente debajo de una sábana. A la mañana siguiente el tiempo se mantenía inestable, en cualquier momento podía volver a llover. Catalina decidió destaparlo, porque los panes habían absorbido agua por debajo y empezaban a tener un olor orgánico. Los colores de la masa mojada se intensificaron, aparecieron insectos. La forma se ablandó. La naturaleza empezó a borrar los rasgos individuales de los rostros, para volver a utilizar la materia y sus nutrientes. Así empezó el inevitable camino de vuelta a la tierra, el que fortaleció de manera sorprendente la idea original de la obra.
La intervención Cubrir, tapar, esconder de Catalina Huala, instalada esta vez en el espacio público de Europa, atraía al público. Las personas interpretaban la obra acorde a su experiencia e historia de sus respectivos países. Unos mencionaban esa o aquella guerra, otros un atentado o régimen totalitario. No era necesario que la artista explicara detalladamente qué sucedió en Chile a inicios de los setenta, no solo porque muchos lo sabían, sino también porque la experiencia y el trauma del genocidio une a los pueblos que han sido oprimidos. El momento de la reflexión que nos regaló la artista, se compartía entonces en silencio.

