Efecto Dominó

Por Dagmara Wyskiel

En respuesta al llamado internacional de la bienal SACO recibimos más de doscientos proyectos ideados para instalarse en el Muelle Histórico Melbourne Clark en Antofagasta, en el norte de Chile, capital del Desierto de Atacama. En 2021 la temática a abordar evocaba un trágico acontecimiento que tuvo lugar en esta ciudad costera hace exactamente 30 años, aluvión. La apuesta curatorial desde un hecho histórico y puntual se extrapoló hacia la experiencia genérica de un apocalipsis, en escala desde individual hasta global, evocando relevantes reflexiones sobre los procesos de trauma y sanación.

Entre 233 propuestas para este site specific el jurado internacional recibió un proyecto de Costa Rica, que proponía instalar seiscientas piezas de dominó a lo largo de esta patrimonial lengua de madera y hierro, que se introduce en el Océano Pacífico. Aimée Joaristi no dejó en su proyecto espacio para la suerte o la especulación: “Cualquier movimiento en el muelle ocasionará, inexorablemente, la caída de la última ficha al mar.” La paulatina y gradual desintegración del conjunto (con acento al conjunto, y no a la tan frecuentemente ilustrada en el arte contemporáneo figura individual), constituyó el valor trascendental de esta apuesta. Es un proyecto que si no perteneciera al campo del arte, podría formar parte de la sociología o ciencias políticas. El efecto dominó consiste en que con cualquier temblor la totalidad se viene abajo. Si se cae uno, se caen todos. Otros dependen de ti y viceversa. 

En ningún país se juega tanto al dominó como en Cuba. Se podría decir que el dominó es la resistencia, la manera de olvidar y de sobrevivir. Exige la proporción perfecta entre la suerte y el pensamiento lógico. Se adapta a cualquier mesa. Es un juego minimalista por excelencia, frágil en forma pero eterno en el intento de superación, como la isla.

La ubicación que propuso Aimée para la fila es el borde del muelle. Acorde a su definición, dentro de la museografía de la exposición Aluvión, la última pieza de la obra Dominium está parada siempre al borde del precipicio. El segmento más débil o el que se encuentra en la ubicación más desventajada, al momento de cualquier turbulencia o pérdida de equilibrio se cae al agua. Es una metáfora de la humanidad y sus desequilibrios, donde aunque aparentemente todos somos iguales, siempre hay alguien que paga el precio más alto. No hay un renacer sin una víctima. Cada vez que un espectador o un mediador en el muelle trata de poner la fila de pie, falta una pieza más que ayer. La sociedad se levanta después del derrumbe, algunos enteros, otros incompletos, con fracturas o fisuras. Vamos avanzando, lentamente, hacia adelante, uno tras otro. Tan lento, que a veces pareciera que nada cambia, que la marcha se detuvo. Solo que cada vez hay menos piezas delante de uno, separándonos del abismo. El borde del muelle se acerca, y con él, nuestro turno. El memento mori nos hace recordar que sí, estamos vivos. 

No existe un loop análogo, sin embargo Dominium pareciera ser un dispositivo que al terminar un ciclo inmediatamente comienza uno nuevo, y así, infinitamente, o bueno, hasta que se acaben las fichas. El eterno juego de levantar tantas piezas, solo para darse el corto placer de verlas todas cayendo, una tras otra, en un juego fatalista. Y empezar de nuevo. Y de nuevo. Quién no lo ha hecho. En el conjunto parado y ordenado hay un implícito e inevitable derrumbe que se asoma, hay inquietud y tensión en el aire, lo miramos y ya sabemos que tarde o temprano sucederá, no queremos pestañar, para no perdernos este momento. La fila caída a su vez, está envuelta en quietud y esperanza. Lo peor ya pasó, es el momento de levantarse. 

Joaristi predetermina la destrucción total de su obra. El deterioro y la gradual desaparición están inscritos en el proceso, forman parte de lo preconcebido. Asegurándose que no quede nada, la artista elige greda sin hornear, para que la materialidad de la cual fueron elaboradas las fichas, vuelva a ser parte de la tierra lo antes posible, sin contaminar, se mimetizándose y fusionándose con el fondo del mar. La muerte finalmente no es más que la reintegración con la materia inicial. La descomposición de las piezas en el muelle de Antofagasta resulta también una inevitable consecuencia de las pisadas, patadas, el viento, la manipulación y la diversión. Es el precio de estar donde está la vida, en el exterior. Resulta más que probable que en un cubo blanco como una galería o un museo, la obra hubiese sobrevivido los dos meses de exposición, sin mayor menoscabo. El uso conlleva el desgaste.

En el Muelle Histórico Melbourne Clark los mediadores invitaron a los transeúntes a levantar y botar las piezas. Los niños sentados en las viejas tablas que recuerdan los tiempos cuando Antofagasta formaba parte de Bolivia, inconscientes del peso simbólico del lugar, armaban la fila de cerámica buscando espacios rectos en la madera desgastada. Un desafío difícil, ya que de superficie horizontal durante más de cien años de la construcción no ha quedado mucho. Un desafío sin fin, que al enfrentarlo se nos gasta la vida. Pero aun así, siempre empezamos de nuevo.

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